EL RETRATO Y LA MIRADA
El presente trabajo forma parte de una serie de ensayos vinculados con el retrato fotográfico, y encarados desde una visión que ahonda en el vínculo entre personaje y fotógrafo, entre personaje y espectador. La búsqueda está orientada hacia una presencia auténtica del retratado ante la cámara.
La primera fotografía que ilustra este trabajo, con las dos chiquitas que llevan su mano a la boca, es una muestra del peso de las miradas en la organización del espacio encuadrado por la fotografía.
Toda la imagen se compone de miradas, las de las niñitas y las de los familiares que aparecen en el fondo, y es esto lo primero que percibe un espectador al encontrarse frente a esta foto. Tan sólo tras un cierto grado de reflexión y de análisis de la trama visual, podrá exponer en palabras los resortes de la fuerza expresiva de la fotografía.
Este mecanismo de percepción instantánea, válido con toda imagen, es el que va a gravitar abrumadoramente en la apreciación de la foto, de un mensaje que, obvio u oculto, más poderosamente va a transmitir cuanto más inmediatamente haya sido percibido.
Cuando se trata del retrato ya no de un grupo sino de una persona el principio es el mismo: los ojos son el foco de atracción de la primera mirada sobre la imagen. Y esto ocurre en dos aspectos fundamentales: lo que la mirada dice, por un lado, y la línea que traza la mirada como elemento de composición, por el otro lado.
Los ojos buscan los ojos. Porque fotografiar es mirar y es también la mirada del otro, a los ojos se incorporan progresivamente los otros elementos que componen la imagen, para completarla.
La primera instancia de reflexión que analizamos concierne al personaje que mira a cámara, es ésta una situación de particular relevancia cuando se comienza a profundizar en lo sucedido durante la toma.
El fotógrafo que retrata a un personaje mirando al objetivo está ocupando transitoriamente el lugar de todos los espectadores que se encontrarán luego frente a la imagen fotográfica. Podría decirse que los representa a todos.
La observación que nace casi espontáneamente es que la mirada directa consiste en un diálogo que no deja lugar para un tercero ni permite tampoco eludirse: yo, hablo con el personaje, yo, fotógrafo al realizar la toma, yo espectador frente a la fotografía.
La línea de la mirada corta el plano de la imagen en un punto entre los ojos de fotógrafo y retratado e impone entonces la toma de conciencia de un yo que se vincula con otro yo.
La mirada del fotógrafo queda indisolublemente unida a la del personaje, su mirada quedó fija en el objetivo en una línea que atrapa la del fotógrafo-espectador. El diálogo que se establece en semejante situación implica una complicidad: el fotógrafo parece saber algo acerca de esa persona que los otros, aquellos que están fuera de la línea, ignoran.
La mayoría de las veces esa complicidad, ese secreto, no existen previamente, pero el acto fotográfico creó la necesidad de develarlo y compromete así al espectador a una reflexión más profunda. Mirar a los ojos del retratado es como mirarse al espejo, es traerse a un sitio de introspección.
Cuando el retratado no mira a la cámara se siente que deja un lugar para que el fotógrafo, y con él o después de él, los espectadores, abran un espacio de comentario acerca de quién está posando. Ya no se dialoga con el personaje, se dialoga entre espectadores y el retratado adquiere la posibilidad de transmitir un mensaje de otro tipo, de construir un nuevo signo: aquello que mira o aquello que se supone que atrajo su mirada es ahora un elemento nuevo en la escena. Así como las líneas y las formas configuran signos plásticos que condicionan la lectura de la imagen, la dirección de la mirada es una línea de mayor importancia en esta lectura. Quién observa un retrato se pregunta: ¿qué mira? o ¿dónde se perdió su mirada?
Una mirada de perfil tiene la particularidad de no interceptar en ningún lugar el plano de la fotografía, el encuentro se produce en el infinito y es esto lo que produce la sensación de distancia, en el espacio en primer lugar, pero en el tiempo también. El fotógrafo, los espectadores, pueden lícitamente “comentar” entre ellos ante este personaje que señala un horizonte lejano, y preguntarse: ¿se trata de sueños, de promesas, de proyectos...?
En una mirada de tres cuartos, el objeto de la mirada está a espaldas del fotógrafo, y son diferentes las sensaciones que se producen según mire hacia abajo, de frente o hacia arriba.
Es un lugar común el afirmar que la mirada hacia arriba expresa esperanza, anhelo, espiritualidad o que mirar hacia abajo significa humildad, sumisión o derrota. El peso de la cultura es tal que aunque el retratado crea ignorar el lenguaje de los signos, se esforzará por mostrar lo que cree más apropiado para su imagen utilizando estos lugares comunes y esto lo aleja de un lugar de autenticidad que el fotógrafo puede rescatar para realizar un trabajo en profundidad.
Es crucial la actitud receptiva del fotógrafo para con su personaje, ya que puede, ante la importancia y la trascendencia de la mirada frente a la cámara, adoptar diferentes actitudes: buscar la pose, provocar una mirada que simule contar algo, que parezca intensa, furiosa, o seductora, que represente una actitud externa; o bien, y este es el objetivo del presente trabajo, explorar una expresión auténtica de la vida interna del personaje. Esto es más difícil y sin embargo existen medios que permiten lograrlo.
Es una tarea difícil la de separar lo que obedece a la pose de lo que en forma natural podrían mostrar los ojos. Esta tarea exige por parte del fotógrafo un respetuoso silencio ante el personaje y ante la imagen, para cultivar los tenues mensajes que son el verdadero discurso secreto del retratado.
FotoRevista no asume ninguna responsabilidad por el contenido esta nota,