Corazón de Oro (de Teresa Ternavasio)
Lento marcha el cortejo. Apesadumbradas manos sostienen el féretro que apresa para siempre el cuerpo, otrora habitáculo de una vida. La pena, encabezando el grupo de personas. Sin llanto, solo silencio y en el silencio las lágrimas que secaron las palabras dichas con amor, para el vecino que se va: don Pepe.
¡Don Pepe!, el almacenero. Colgada en el recuerdo, se lleva mi niñez. Los días de lluvia y barro en el barrio humilde, sin asfalto y la bolsa del pan calentito que comprábamos antes de ir a la escuela. Sobre la mesa lista para el desayuno, mamá cortaba las rodajas que despedían el calor, en hilos de vapor, que se unían al olor del mate cocido mezclado con leche, desvaneciéndose despacio en el aire de la cocina.
Allá lejos se quedó la mirada seria del almacenero para frenar las travesuras de los chicos que obstinados necesitábamos tocar las cosas que él, precavido, alejaba de nuestro alcance. Los ojos al piso, tímidos y teatreros nos deteníamos, esperando lo de siempre: un caramelo de yapa. Bah bah, tomá mocoso y la escapada apresurada, desenvolviendo ese paquetito dulce, que nos llenaba de felicidad.
¿Cuándo llegó al barrio? No me acuerdo. Creo que siempre estuvo.
Era el que salvaba a los vecinos cuando la plata no alcanzaba para llegar a fin de mes. Papá decía:
---Andá al gallego y decile que lo anote en la libreta. Cuando cobre se lo pago.
Yo salía del negocio con la bolsa azul cargada de productos sueltos, envueltos en papel de estraza, tranquilo, seguido por la mirada de aprobación del inmigrante, que nos daba de comer.
Un día de porquería, con doce años, al Juan Rivarola, se le ocurrió que podíamos robarle los paquetes de galletas. Cuando se descuide, dijo. Le llevamos cinco unidades. Las comimos en la esquina entre risas, contentos por la hazaña. La repetimos un par de veces hasta que una tarde elevó la voz, frunció el seño y sin mirarnos nos dijo: Muchachos, basta. Entonces nos dimos cuenta que siempre lo supo. Solo de bonachón nos permitió jugar a los ladrones. Me morí de vergüenza. Hoy me muero de dolor.
En el almacén de don Pepe nadie cotejaba precios. Siempre tenía ofertas para nuestra pobreza, de puro noble nomás.
Nosotros crecimos y el barrio también. Llegó el cemento alisando las calles, fundaron un hospital, una escuela secundaria, un club con su cancha de fútbol y lo no podía faltar, un supermercado. El boliche de don Pepe quedó chiquito. Algunas familias se fueron acostumbrando a los avances y emigraron. Otras, como nosotros, le seguimos comprando a él que envejecido, ya arrastraba los pies por el local, atendiendo y renegando.
Un mediodía lluvioso, entre las mujeres que a las corridas rescataban del olvido algún producto para el almuerzo, se mezclaron dos muchachotes de mala pinta.
---¿Y ustedes que quieren? ---Preguntó con mal genio.
---Atienda nomás que nosotros esperamos.
Al cabo que al quedar solos le apuntaron con un arma de fuego.
---¡La plata queremos!
---Yo les voy a dar plata ---contestó resuelto.
No le dieron tiempo. La crueldad de los maleantes fue más rápida que el valor del viejo.
Un sonido seco llenó el ambiente de zozobra y el hombre cayó al suelo, manchando el piso con su sangre.
La cobardía emprendió su vuelo, mientras los vecinos se amontonaban en la puerta.
El ulular de una ambulancia prestó la ayuda requerida, pero su corazón no resistió la embestida y se detuvo, antes de llegar al hospital.
Mil anécdotas tienen las doñas para contar, con el rostro húmedo, en el velatorio del almacenero. Los chicos de aquel entonces sentimos que el sabor amargo de la boca, se mezcla con el de los caramelos de la yapa.
Un pájaro cruza el horizonte dejando oír su graznido y el barrio despide con lágrimas de dolor y agradecimiento, la partida de don Pepe “Corazón de Oro”.
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