El Cuadro
A lo lejos, las cuerdas de una bandolina acompañan con alegría una tarantela napolitana. Yo sigo, después de largo rato, frente a la obra pictórica de Giovanni Andrew, donde los colores, al ritmo de las notas, parecen brillar y bailar al mismo tiempo. Las líneas de un rectángulo aprisionan un espacio. En él, las aguas del Mediterráneo meneando las barcazas, como habitantes vivos, que se mueven en la amplitud. Más allá, detrás del puerto, la nota multicolor de un caserío muy propio de la región. El cielo presta su azul turquesa como si celoso copiara los tonos del mar. Cada vez estoy más cerca y la perspectiva, como un imán, me invita insistentemente a acercarme a ese trozo de la creación, atrapado, que el espíritu detecta y la mente invade. Ya estoy dentro, lo puedo sentir. Sin esfuerzo camino las agrietadas planchas de madera del puerto, como si un navío me hubiera dejado en destino. Sigo la curva natural de la orilla y prontamente estoy ascendiendo por una calle angosta, empedrada. Mis pasos resuenan y vivo, sin sorpresa, mi nueva realidad. Gente que va y viene, supongo que la mayoría son turistas. El atuendo los individualiza. No comparto con las personas porque nadie me conoce. Me impresiona la capacidad de inserción del hombre en el planeta, como la más grande y perfecta creación. Derecha izquierda, izquierda derecha y ya no sé dónde estoy. El sol, en perfecta perpendicular, apunta con sus rayos en un agosto caliente. Tengo sed. A unos metros un pintoresco lugar para comer y beber. Allí me introduzco. Un napolitano que sostiene una servilleta con el brazo me sonríe y me invita a tomar asiento a una mesa preparada cerca de una ventana. Un poco cansada distiendo el cuerpo en la silla. La misma canción que escuché desde afuera, inunda con su algarabía el pequeño local. Un plato de fideos con tuco deposita el anfitrión en mi mesa, acompañado de una jarra con vino. Me siento bien. El vino dulzón pega a mi paladar como un deleite.
Otra vez transito las calles hasta que me topo con una antigua iglesia. Me impresiona la arquitectura. Creo que ese toque de la huella del tiempo en sus ladrillos y revestimientos artísticos, ha logrado que la espiritualidad que se halla en el sitio se acentúe. La actitud ceremoniosa de la gente frente a las imágenes, con sus gestos compungidos, denota un encuentro divino. A mí me ocupa la emoción. Me aparto y busco el lugar más íntimo. Junto mis manos sobre el pecho, como queriendo sostener el corazón, mientras mis ojos se humedecen. Por un momento, pasa la vida frente a mí, con sus alegrías y sus miserias, aciertos y fracasos.
No sé de las horas que ocuparon mi retiro, pero ya en las pinceladas de una calle puedo ver el sol en el poniente esparciendo sobre el paisaje sus tonos rojizos.
Estoy desorientada y eso me preocupa. Retorno sobre mis pasos, será lo más acertado. Después de muchas vueltas, nuevamente estoy en el puerto. Un hombre, agitando sus brazos me llama. Me sorprendo pero me acerco.
---Soy Giovanni Andrew ---me dice sonriendo--- y la estoy esperando.
---Quiero regresar a mi casa ---le digo.
---Ya lo sé, así será ---me contesta, mientras apunta un navío con su dedo índice.
Subo. Tambalea mi cuerpo por el leve vaivén de las olas y me tomo de su brazo. La brisa tibia que acaricia mi cara, es como un sedante para el cuerpo. No me intimida apoyar mi cabeza sobre su hombro, lo necesito.
Otra vez estoy allí, un tanto adormecida, frente al cuadro de Giovanni Andrew. Una luna blanca, redonda se asoma en el cielo y cuela su rayo brillante por la ventana del salón.
Teresa Ternavasio
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