Ser Palas Atenea tiene la ventaja de comer uvas con los semidioses custodiándome detrás. Alguno cada tanto me pide una, pero absorta y con los ojos perdidos hago un gesto de desprecio con la mano, lo aprendí de alguna cruenta madrastra del imperio, y sigo comiendo. El verde esmerilado de las plantas que auspician de testigo en mis espaldas, el cielo abierto a la terraza de esta casa tipo chorizo en Boedo y el gato que nunca falta a la cita, son mis tesoros. Cada uva dignifica el alma de un antepasado al que le pido rinda cuentas cada tanto.
Los dioses griegos sabemos mucho, la mitología nunca fue pacata. Cada cuestión difícil del destino, cada piedrita puesta en el camino, fue tema de nuestros largas vidas. Pero sólo parte de las travesías que vivimos llegaron al presente. Es por eso que debo borrar los secretos de la farándula divina.
Cuenta la leyenda que cuando Afrodita se enamoró de Adonis, entre los dos había una ostra de mar discreta cuya forma y color les llamó la atención. Estaban sentados fuera del Templo de Poseidón en Cabo Sounio, Atenas. Mientras veían la plenitud del mar y el sol iba cayendo, las tropas navales avanzaban rumbo al Corinto. Los espartanos preparaban un ataque por tierra y el ejército ateniense iba a atacar por mar. El tiempo en el siglo VIII antes de Cristo era una inmensidad, llevaba meses preparar las tropas y el enfrentamiento podía durar años.
Afrodita y Adonis parecían suspendidos en ese tiempo, y entre ambos ese objeto del mar era testigo de las horas y los cuerpos entreverándose. Pero lo que ellos no sabían es que dentro estaba el espíritu inquieto de una diosa despechada. Entre las conversaciones de Afrodita y Adonis discurría el universo, las estrellas fugitivas, el color de los atardeceres, y la estrategia de los sobrevivientes de Atenas a las luchas sangrientas contra los espartanos. Tal es así que dicha dama encapsulada, tomó la palabra secreta, mar, su hábitat transitorio, para destruirlos. La ostra fue arrastrada por una ola y nunca más la vieron. Pero las tropas que navegaban por el Egeo, al llegar al Corinto encontraron buques enormes esperándolos. Los espartanos sabían que los atenienses aparecerían por mar.
Pegasos, sobrevoló el lugar y divisó la figura de Clasilda, la diosa despechada, en el estrecho, parada en el límite del Peloponeso, en el último pedacito de tierra que se acerca al Ático queriéndolo tocar en vano, respiraba las bocanadas del viento que movían su cabello. Pegasos entendió que no era una casualidad, y los dioses enterados pidieron su captura. Dos semidioses alados acompañaron a Pegasos para tomarla de las mechas y dirigirla al templo de Poseidón. Clasilda enfrentada al rostro de Poseidón señaló a Afrodita, sin que nadie entendiera o dijera nada, y diseminó su veneno contra la pareja feliz.
A veces pienso que los dioses griegos iniciamos una serie interminable de causas y efectos que ya no podemos detener. Demás está decir que esta historia se repetirá durante siglos. Mi vecina, tiene el pelo carmín porque su marido la abandonó por una pelirroja. Despechada como Clasilda, ahora sin guerras de por medio, encontró la forma de vengarse quedándose con su departamento y amenazándolo con no ver más a los hijos. Ser Palas Atenea me confiere ahora una misión, deshacer los escritos, enterrar la mitología. Pero siempre hay un nuevo catálogo con nuestros nombres y poderes dispuesto a caer en manos de la humanidad. Por eso mi deambular por la avenida Corrientes. Tal vez sea cuestión del destino de los hombres que está en manos de los dioses, y de mí que no puedo agotar los libros de mitología de las librerías.