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El umbral.

Publicado: 25-11-2008
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Por: Jorge Podestá

Buenos Aires. Argentina.
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Dos años atrás, cuando Miguel abandonó el pueblo donde nació para instalarse en la base de una montaña al pie de los Alpes, nunca imaginó que el destino le depararía la posibilidad de transitar por senderos tan diversos y apasionantes con el sólo ejercicio del pensamiento.
Por especial pedido de Abelardo, los padres de Miguel le confiaron la custodia y la educación del muchacho, a pesar de los conocidos comentarios en la localidad acerca de las erráticas facultades mentales del anciano.
Las mañanas transcurrían prácticamente iguales a sí mismas. Después de un desayuno austero, salían a caminar por el bosque cercano y regresaban luego de pasada la media mañana. Esas caminatas eran para Miguel el encuentro con lo inesperado; a veces, con lo imposible. Porque el Maestro podía contarle animadamente historias que Miguel jamás había oído o, por el contrario, acompañaba el paseo cotidiano con largos silencios. Miguel alguna vez quiso interrumpir el letargo de la palabra con algún comentario y escuchó como respuesta el canto de los pájaros o el arrullo del viento atravesando las copas de los árboles.
Aquella fría mañana de otoño habían descendido desde una loma a la que habían llegado sin proponérselo y habiendo comprobado que era uno de esos días en los que el silencio se adueñaba de todo en la casa, Miguel se dispuso a preparar los alimentos que destinaría para el almuerzo cuando el maestro, sin ningún tipo de entusiasmo, dijo:
-En algún sentido, todos soñamos el mismo sueño. Aunque las sutiles divergencias que solemos encontrar se impongan y aún en contra de la diversidad del mobiliario con que solemos decorar el proscenio, la escena, en lo substancial, es idéntica para todos.
Después de pronunciar esas palabras, se quedó meditando con la mirada perdida en el suelo. Sus ojos quedaron cubiertos de nostalgia y por unos minutos permaneció existiendo sólo en sus pensamientos.
Miguel no se atrevió a interrumpirlo pues sintió que decir algo en ese momento, resultaba equivalente a la profanación de un lugar sagrado. Esos minutos los vivió con la pesadez insoportable con la que suele deslizarse el tiempo cuando se está en el lugar equivocado. Miró varias veces por la ventana, por donde vio a unas ardillas trepando a un árbol cubierto de hojas doradas. Pensó en la inocencia, en la tranquilidad, en la seguridad del fervoroso. Pensó en la alegría y de cuánta alegría se consideraba titular.
Abelardo no regresaba del pantano al que había entrado y Miguel comenzó a sentir incomodidad por no entender; por no entenderse.
Por fin se atrevió, y con una voz casi imperceptible dijo mirando el mismo punto fijo del suelo en el que Abelardo se había enterrado: -Señor, ¿realmente piensa que usted y yo estamos imposibilitados de mirar las cosas tal como son? ¿Cree honestamente, en esa igualdad que nos hace a las personas incapaces para percibir la realidad sin estar envueltos en ese sueño compartido?
El tiempo que el maestro se tomó para responder fue mucho más insoportable que el que había transcurrido antes. Demoró en articular una respuesta porque primero tuvo que regresar desde el averno a esta realidad desconocida que le generaba una inveterada desconfianza y, luego, porque no sabía cómo explicarle a su alumno que las cosas habían sido creadas para que no ser pensadas. Estaban allí con un fin utilitario, nada más. Pero el hombre había transfigurado el asunto de tal modo que, como si todo hubiera sido presa de un misterioso conjuro, colocaba a la humanidad toda por fuera de la creación.
-¿Ha pensado usted Miguel -dijo al fin-, en la posibilidad de que el Cosmos que conocemos posea una configuración diferente a la que creemos que tiene? -Miguel por prudencia y por no saber qué decir, guardó silencio-.
-¿Y si nosotros no estuviéramos en el lugar que creemos estar en este momento? Reflexione siquiera un instante en la posibilidad de que la Tierra no esté ubicada en el punto central de la esfera universal. ¿Imagina las consecuencias que podemos extraer de semejante conjetura? -Miguel se sintió aturdido-.
-Las observaciones de Kepler son por demás sugerentes, -continuó el maestro-. El pobre genio anda consternado llevando sus cálculos de un lado para otro buscando los datos necesarios para poder refutar sus conclusiones. Cree que de esa manera va a tranquilizar su espíritu, y lo que no percibe es que lo único que logrará salvar en caso de conseguir la ansiada refutación, es el pellejo de las manos de la Inquisición, pero su espíritu estará condenado a sufrir un tormento mucho mayor que el que padece ahora. ¿Se da cuenta Miguel? Una vez que uno ha mirado y ha podido observar el mundo con ojos nuevos, ya nunca nada puede volver a ser como antes.
El discípulo miró nuevamente la ventana y observó el viento frío que descendía desde los Alpes arrastrando las hojas secas de los árboles y sintió la presión de una futilidad colosal, absoluta.
-¿Miguel, me gustaría saber que piensa usted sobre esto?, -inquirió el Maestro con ternura-.
Miguel se levantó y caminó hacia la ventana sin decir nada. Su maestro sirvió un poco de agua fresca en un tazón que estaba sobre la mesa y bebió con lentitud.
-Maestro Abelardo, -dijo de pronto Miguel acodado en la ventana- ¿Esas montañas que nos miran, habrán de ser diferentes si la Tierra deja de estar donde suponemos que está?
Abelardo no apresuró ninguna respuesta y aguardó a que su discípulo continuara con el parto de aquello que comenzaba a salir.
-Quiero decir, el pastor que lleva todos los días a pastar a sus ovejas a las laderas de aquellas montañas, sus tiempos y sus ritmos, su esposa, sus hijos, sus pocos bienes, ¿dejarán de ser lo que son aunque el Cosmos comience a dar saltos impensados? ¿Aún sus dolores, sus anhelos o sus esperanzas, perderán el valor que poseen para él o para cualquiera de nosotros, por el sólo hecho de que las conclusiones de ese tal Galileo, por ejemplo, digan lo contrario a lo que sostenemos hoy?
El maestro continuó en silencio. Un silencio denso y prolongado que por momentos tornaba irrespirable el aire de la mañana.
-¿Y el amor que siente por su mujer y sus hijos?, -continuó Miguel–. Los lazos de amistad con sus vecinos o sus parientes…, ¿me comprende maestro?, me refiero a todas esas cosas que lo atan a su tierra, al pequeño mundo en el que se desenvuelve su existencia… -Miguel le ofreció una mirada de súplica a su maestro porque ya no soportaba seguir esperando una respuesta suya-.
-La distancia substancial existente entre la luz y la oscuridad, mi querido Miguel, reside en la capacidad que tengamos para soportar la verdad, -dijo el Maestro mirando a los ojos a su discípulo-. En eso reside el secreto más profundo que alberga el camino hacia el conocimiento. Cruzar el umbral hacia la sabiduría implica no sólo la capacidad de discernimiento sino poseer la templanza necesaria para afrontar la verdad, y sobre todo, que la mayoría de las veces esa verdad, no se ajusta a lo esperado y es además, insoportablemente transitoria.
Miguel estaba consternado. Abrió la ventana para tomar aire fresco y la casa se llenó de aromas de grosellas, cipreses, tulipanes, cerezas, de violetas y de pinos. Miguel ajustó la distancia a la ventana para sentir la temperatura que derramaba el sol sobre su rostro pálido.
-En este tiempo hemos transitado muchos caminos y creo que ha intentado asir muchas ideas nuevas, -dijo el maestro con su habitual tono impersonal pero afectuoso–. El camino del conocimiento no anticipa la ventura y la felicidad, ni aún en el extremo de llegada, -continuó-. Por el contrario, cada punto de arribo se convierte nuevamente en un punto de partida que promete nuevos y mayores sinsabores. No hay paz allí, querido Miguel.
Abelardo se puso de pie y le acercó a su discípulo el poco de agua fresca que aún quedaba en el tazón. Quedaron uno detrás del otro mirando por la ventana hacia el mundo. Ahí nomás, los Alpes imponentes y por encima, el cielo azul que velaba al Cosmos todo. Quedaron uno detrás del otro expectantes de lo que sucedía, mientras afuera todo discurría con calmo bullicio otoñal.
Miguel pensó en su madre, en sus hermanos, en los amigos con los que jugaba de niño. Recordó los tiempos en que comenzó a aprender el oficio de carpintero junto a la experta mano de su padre. Pensó en el cuerpo tibio de una muchacha junto al suyo y hasta imaginó los hijos que ella le regalaría.
Esta vez el silencio era territorio de Miguel y tardó en regresar desde allí a la compañía serena de Abelardo. Y en el preciso instante que retornaba, la mirada compasiva y tierna del maestro lo recibió con una innombrable ternura. Miguel quiso decir algo pero levantando una mano el maestro lo interrumpió.
-Usted ya no tiene nada que hacer aquí querido Miguel. Usted ha elegido con sabiduría.
En el atardecer de aquel día de otoño, con el viento descendiendo desde los Alpes, Miguel regresó a su pueblo.
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