Esperando al Embajador
En la cúspide de la cuesta, única por el colorido, se destacaba la casa amarilla. Un lugar que guardaba, como en una caja mágica, imágenes y sensaciones.
Sobretodo, donde ella pudo crear un mundo, a través del cual, con las palabras, lograba una condensación de su inconsciente.
También el sitio, donde con Julio Scurri, estrenaron el amor. Aquel tiempo que, a pesar de todo, permanecería en la memoria.
Hacía un par de años, convencidos del sentimiento, decidieron convivir en la casa que le heredó el abuelo en esa villa serrana.
El primer lapso fue singularmente dedicado al amor. Aunque les costaba congeniar, las manifestaciones amorosas, estaban durante el día, la noche y siempre había restos para después. Horas magníficas, donde el placer resbalaba sobre sus cuerpos, como la lava de los volcanes.
Pero el amor es como la tierra, necesita nutrirse, sino corre el riesgo de atrofiarse.
Y el amor de ellos se esfumaba de a poco
Las desavenencias, el desacuerdo en lo cotidiano, el ego de cada uno, tiró abajo la relación, como si fuera una cerca de barro.
Julio regresó a la pensión y ella -escritora de profesión- buscó consuelo en su trabajo, para su fracasado amor.
Se acostumbró a estar sola.
Una vez por semana, se proveía de mercaderías en el almacén del pueblo. Pocas personas la visitaban, pero Julio era una de ellas. Aunque no se comprendían, cada uno, le ponía fichas a la esperanza.
En la casa que le había quedado grande, sus pasos resonaban como tamborileo.
Los espacios vacíos, a menudo, la asustaban. Solía imaginar -a raíz de la soledad- una presencia que luego descartaba
Sin embargo esta vez no era la soledad.
Sentado en una de las sillas del comedor diario, se recortaba, a través del vidrio de la puerta, la figura delgada, de un individuo mayor.
No lo conocía. Tenía la barba crecida y el pelo largo. Sintió pánico. Una nube de humo llenó su cabeza y las piernas le temblaban.
El miedo comprimía su garganta y desde el ambiente contiguo, lo observó aterrorizada. Podía acuchillarla o tal vez atacarla con un arma de fuego.
Pensó en pedir auxilio, pero sabía que no había nadie, alrededor.
Debía encararlo. No tenía opción.
Como quien se arroja a un abismo, tomó impulso y de golpe, abrió la puerta
---¿Quién es usted - preguntó gritando
El hombre sin inmutarse, siguió en la misma posición.
---Espero al embajador -dijo luego.
Desconcertada por la respuesta, volvió a gritar.
---¡Váyase!
---No puedo. Estoy muy cansado y espero al embajador
Retrocedió y se quedó divisándolo. Quiso llorar. Entonces pensó en Julio y deseó tenerlo cerca y entendió que contaba con su amparo.
Parecía un desquiciado ¿qué haría?
Al rato el hombre se levantó de la silla y se acercó al vidrio. La miró a los ojos,
---Tengo hambre --- le dijo.
Los nervios parecían anularle el cerebro, pero luego de un momento llegó a la conclusión de que si se trataba de un loco, lo mejor era seguirle la corriente, hasta saber qué hacer.
Preparó un sándwich en la cocina, Con un movimiento rápido, se lo entregó.
Con la paz de los seres enajenados, comenzó a comer. Entonces ella tomó coraje y le preguntó.
---¿Para qué espera al embajador?
---Porque él ha prometido ayudarme para volver con mis padres. Yo vivo muy lejos ¿sabe?
Esta incoherencia la tranquilizó
De pronto sonó el timbre de la casa y su rostro se iluminó. Por fin alguien, pensó.
El chirrido alteró al sujeto, que giró con brusquedad hacia la puerta. De nuevo el miedo trepó hasta las sienes.
---¡Espere!, debe ser el embajador ---gritó--- Voy a atenderlo
Jamás distancia alguna le había parecido tan larga como la que debió recorrer hasta la puerta de entrada. Por segundos esperaba que un cuchillo se clavara en su espalda.
Abrió y con alivio vio que tenía enfrente al mismo Julio.
---Señor embajador, lo estamos esperando ---dijo en voz alta como para ser escuchada por el raro visitante.
Extrañeza, fue la primera actitud de Julio. Al ver su cara con un rictus desesperado, en un esforzado intento por contener el desborde de las lágrimas, él cayó en la cuenta que este recibimiento tendría una explicación.
Luego de enfrentar al desconocido, tomó precauciones y enhebró un diálogo que le hizo suponer al desquiciado, que era la persona que esperaba
En un tiempo prudente, Julio lo tomó del brazo y se encaminó hacia su auto, llevándolo consigo.
Antes de marcharse volteó sobre su eje. Ella, desde un ángulo del living lo miraba conmovida. Con voz pausada él le dijo: volveré querida, siempre volveré
Aspiró profundo y con un gesto de liberación, le contestó: te espero, amor.
Teresa Ternavasio
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