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La Foto

Publicado: 20-10-2008
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Por: Horacio Iannella

Buenos Aires, Argentina
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  Tweet Cuando terminé de explicar la importancia de la previsualización en una toma fotográfica comenté que en la próxima clase veríamos fotos de mi autoría. Fue entonces que una joven de minifalda sentaba en el primer asiento, a la cual obviamente yo había previsualizado, preguntó:

— ¿Cuál de sus fotografías causó más impacto?

Me quedé pensando unos segundos hasta que empecé a sonreír al recordar una foto muy especial que nos sacamos con dos amigos cuando estábamos en el secundario...
A mi alumna finalmente le contesté respecto de otra foto, sobre derechos humanos, que tomé en Perú y que fue premiada en Alemania y publicada en varias revistas. 

Si me hubiera preguntado por la foto más importante, la más premiada o la de mayor connotación social hubiera tenido varias para elegir. Veinte años de profesión llevan a que un fotógrafo tenga decenas de imágenes entre las cuales optar. Pero sin duda, si de impacto hablábamos, la foto elegida fue la que me saqué en Tandil, durante un retiro espiritual, con mis amigos Rubén y Rolando. 

Finalizada la clase me fue imposible dejar de pensar en aquella imagen junto a mis amigos. La cámara con que saqué la foto no era mía y su dueño, el padre Aristóbulo, no se enteró que la usé hasta que mandó a revelar el rollo y le entregaron las copias. Era una cámara de las que hoy, finalizando el siglo XX, casi todos tenemos, las denominadas ‘autofocus' que hacen todo: miden la luz, el rollo se rebobina solo y son muy fáciles de usar. Pero en el año ochenta aquí en Argentina prácticamente no se veían. Al padre Aristóbulo se la habían traído de Europa. 

Cursábamos el tercer año en el Colegio Parroquial del Divino Corazón y con frecuencia hacíamos viajes de estudio y retiros espirituales.
Yo lideraba un grupito cuya conducta se define hoy, aun sin la anuencia de la Real Academia Española, con una palabra precisa: “quilomberos”, grupo que existió –y debe existir– en toda división de un secundario que se precie. 

La primera salida en aquel viaje a Tandil, fue a una Iglesia que tenía las estaciones del Vía crucis talladas en madera. Estaba bastante oscuro pero el padre le sacó una foto a cada estación mientras nos explicaba, al mismo tiempo, el calvario de nuestro Señor en el Gólgota y el automatismo de la cámara japonesa con flash incorporado. 

Cuando salimos del Templo nos hizo parar a todos en la escalinata. Sacó de un estuche un trípode de madera, lo instaló y mientras esperábamos al sol nos comentó que la cámara sacaba sola. Miró por el visor para encuadrar correctamente, apretó un botón y corrió, recogiéndose un poco la sotana de los cien botoncitos, a ubicarse junto a nosotros al grito de: “cuando la luz roja deje de titilar, sonrían”. Supongo que habremos salido con cara de desconfianza porque la operación demoró varios segundos y el reflejo del sol de frente no permitió ver ninguna luz roja. 

No recuerdo si ya me gustaba la fotografía, pero fue en ese instante que previsualicé la foto que quería sacar. 

La idea pude concretarla al atardecer del día siguiente. El padre Aristóbulo bajó al hall del hotel pero no cerró con llave la puerta de su cuarto; en el pasillo no había nadie y aproveché para tomar la cámara que estaba sobre un catre. La traje a nuestra habitación y la apoyé en la mesa de luz para poder observar a través del visor y encuadrar lo mejor posible. Mis amigos estaban muy ansiosos y pedían que me apurara. El auto disparador era muy sencillo, además había escuchado cómo se usaba cuando el clérigo se lo explicó a otros compañeros. Lo accioné y me ubiqué junto a mis amigos según lo habíamos planeado. 

Luego que saqué la foto guardé la cámara en el estuche y con cuidado la volví a llevar al lugar de donde la había tomado. 

Con mis cómplices nos juramentamos silencio aunque no era necesario. Los tres nos conocíamos muy bien. Regresamos de Tandil y no se habló más del tema. Pasaron varios días y debo confesar que hasta me había olvidado de nuestra foto. 

Un lunes tormentoso, en la primera hora de clase cuando la modorra del fin de semana aun seguía intacta, entró el cura al aula interrumpiendo a la profesora de Instrucción Cívica. Estaba más colorado que una Ferrari y se dirigió casi corriendo hasta nuestros pupitres, los últimos del lado de las ventanas, gritando en la cara a cada uno: “¡Quiero a los padres de ustedes tres en rectoría, mañana a primera hora, sin excusas!” y se retiró sin siquiera disculparse con la Fernández, que con la boca abierta y las manos sobre el pecho tenía un color similar al de la tiza partida a sus pies. 

Me empezó a doler el estómago. Uno de esos dolores que no se calman al ir al baño. Mis amigos estaban pálidos como la profesora y la tiza. Enseguida fuimos rodeados por nuestros compañeros desesperados por enterarse qué habíamos hecho. 

A la salida, cuando quedamos a solas, los tres discutimos acusándonos mutuamente pero cada uno negó haber hablado con alguien del tema de la foto. 

Cuando mis padres me preguntaron el motivo de la citación les contesté con evasivas. Al día siguiente se presentaron con puntualidad y fueron notificados de la decisión inapelable de la rectoría: la expulsión. 

Finalmente el único que perdí el año fui yo. A mis dos amigos los inscribieron en otros colegios religiosos. Mis viejos me castigaron privándome de salir por un tiempo aquí en Buenos Aires y no pude pasar el verano en Mendoza con mis primos, tal como lo tenía previsto. 

Continué el secundario en un colegio nocturno y empecé –paradójicamente– a estudiar fotografía. No volví a ver a Rubén ni a Rolando si bien supe de ellos por algunos amigos en común con quienes me reencontré. 

Empecé a hacer algunos trabajos en casamientos y bautismos. En uno de ellos conocí a una catequista que me hizo rever en parte mi opinión sobre la iglesia. Supe de parroquias que brindaban ayuda a los pobres y donde las enseñanzas cristianas se ponían realmente en práctica, sin hipocresía. Quizás por esto y porque me enteré que el padre Aristóbulo había estado bastante enfermo, fue que un día de otoño me descubrí pateando las hojas caídas en la vereda del colegio mirando de reojo hacia adentro, dudando sobre entrar o no. 

Habían pasado diez años y creí haber ido a preguntar cómo nos descubrió; pero se que supe siempre, aún en aquel momento, que fui a pedirle perdón. 

Cuando el padre Aristóbulo me vio se acomodó sus anteojos de vidrios redondos como los de Lennon y se puso serio, pero fue solo un instante. Enseguida se adelantó sonriendo y me dio un abrazo largo. 

Nos sentamos al sol y charlamos un buen rato. Observé que su mano izquierda temblaba un poco y que su pelo, que supo ser gris como sus ojos, estaba blanco. Hablamos de muchas cosas y fui descubriendo a un hombre que en realidad no había conocido. 

Luego de un silencio algo incómodo, mientras me tiraba el pelo de la nuca, el padre dijo: “linda la broma de Tandil…¿eh?”. Aproveché su comentario y como quien canta un quieroretruco, pregunté enseguida: ¿cómo supo que fuimos nosotros padre, quién se lo dijo? 

Me miró con ojos buenos mientras transformaba el tirón de pelo en palmadas sobre mi hombro. Pidió que lo acompañara a sus habitaciones y observé –o quizás lo imagino ahora– una sonrisa en su boca. 

Al llegar me ofreció asiento en un recibidor que tenía una pequeña mesa con un portarretrato vacío, un mueble de dos cuerpos y un juego de sillones oscuros e incómodos que no utilicé. Luego se dirigió, como queriendo apurar su paso lento, a la habitación contigua. 

Tras unos minutos regresó con un libro de tapas negras. Al acercarse a la ventana corrió las cortinas por donde entraba la luz muy tenue del atardecer y empezó a pasar las hojas con el pulgar mientras arqueaba levemente el libro. 

Me paré a su lado cuando se dejó ver la foto en tonos sepia de una joven muy bonita. La observó varios segundos; pensé que rezaba pero al instante giró levemente y miró a mis ojos por encima de sus gafas. Al volver a observar la imagen, solo comentó: “todos tenemos pecados de juventud; aquí guardo el mío y el de ustedes” y haciendo pasar unas cuantas hojas más tomó la otra foto. Nuestra foto. 

Era la primera vez que yo la veía. La luz era escasa pero igual aprecié que había salido bastante bien. Nos miramos nuevamente pero esta vez reímos con ganas, e insistí:

— Bueno, padre…por favor, dígame cómo se enteró que fuimos nosotros.

Me tomó del brazo meneando la cabeza y caminamos hasta una lámpara de pie que estaba en un rincón, algo tapada por la cortina. Era de acrílico anaranjado y desentonaba con el resto del mobiliario. El padre intentó prenderla. No encendió. Me agaché buscando el cable, la enchufé rápidamente y la prendí. 

El cura me dio la foto que acerqué a la luz. Fue recién allí que pude disfrutar de mi obra más trascendente: en primerísimo plano aparecían inexpresivos, inocentes, pálidos y aún sin vello, nuestros tres culos. De inmediato y con el mismo dedo índice que levantaba al dar los sermones, el padre Aristóbulo me señaló a la derecha de la foto, casi en el borde superior, nuestras caras felices de la risa, reflejadas en el vidrio de la ventana entreabierta.


HORACIO JORGE IANNELLA
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