La Tragedia
En el año veintisiete, allá por mil ochocientos, a la esencia enamorada, le rompiste el corazón.
Acusa la gente que por entonces, vientos de tragedia surcaban los mares y un joven sargento, enarbolando la bandera del valor, pagó con la vida, en una guerra sangrienta, invocando a la patria. Es la lucha que libra la supuesta inteligencia de los hombres, engrosando así la lista de los muertos. Inmersos en su afán, pelean confundidos, olvidando que lo que debe primar en el mundo, es el amor.
Aquel cristiano de mala estrella, era tu amado. Dicen que ajeno a su desdichado designio, trepado en la torre de la ilusión, un día, quiso sellar el sentimiento, con un anillo de bodas. Pero una bala perversa, en la velocidad de su carrera, se llevó en su embestida sus planes, privándolo para siempre, del placer de desposarte.
Entonces, la muerte, ingresó a tu séquito, como dama de honor.
Una madrugada, en la que, a través de una nube, a gatas se colaba la luz, blanca como el perdón, con tu vestido de novia, fuiste a su encuentro. Los granos de arena dibujaron huellas, de la niña virgen, que guardaba para el esposo, su más preciada virtud. Las olas eran las encargadas de llevar por el aire los agonizantes sonidos, de una marcha nupcial.
Bailando con la locura, te fascinó la esperanza del alivio de la herida púrpura, por la que escapaban tus entrañas. En actitud generosa, tendió la oscura dama, su mano huesuda, invitándote al abrazo
Ya sé que era tuya la decisión, porque tuya era la vida que le estabas entregando en aquella ocasión. Pero no había derecho de disponer del destino. Con tan solo dieciséis perlas que el viento desparramó, en aquellas aguas oscuras, donde tu cuerpo quedó.
En las noches porteñas, se desliza por las calles de Barracas, la figura sufriente, de una bella trastornada. Hablan de aparecidos, de fantasmas, de muertos que no descansan. Yo digo que es el espíritu, de la dulce, Elisa Brown.
Teresa Ternavasio
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