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La leyenda de Bernardo.

Publicado: 03-11-2008
1509 visitas desde el 13/08/09

Por: Jorge Podestá

Buenos Aires. Argentina.
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  Tweet Bernardo Joaquín Farías vivió en Junín, en una casita retirada del centro que compró con los ahorros de 30 años de trabajo. 
Temprano por la mañana cumplía con los rituales que ideó para sus 80 años. Abría las ventanas de la cocina y respiraba el aire que atravesaba el patio trasero cargado con el aroma de los jazmines. 
Ponía a calentar el agua y llenaba el mate con su yerba preferida. 
Tostaba pan y sobre la mesa disponía una buena cantidad de mermelada y manteca fresca. Bernardo no se casó, tampoco tuvo hijos y sólo se le conoció una novia con la que mantuvo una ardiente relación en las épocas en que fue protagonista de las famosas radionovelas en los tiempos que la radio era la compañía que estimulaba la imaginación y alejaba el aburrimiento. 
Lalo de los Santos, como se lo conoció en las épocas de Justo, se retiró de la profesión obligado por su incapacidad para el cine y el sobresalto irruptivo de la televisión. 
Cuando la demanda de trabajo disminuyó considerablemente, decidió abandonar la vida de divo que abrazó con desconfianza para dedicarse a la cría de gallinas en una granja que había adquirido en un remate a un precio irreal. 
Nadie pudo asimilar semejante decisión. Los que aspiraban a ocupar su lugar en el firmamento radial, recibieron la noticia con recelo. 
Quienes manejaban los ingresos generados por el astro, pasaron de la desesperación a encontrar un pronto reemplazante. 
No faltó quien le aconsejó continuar con su carrera y prepararse para las nuevas formas de comunicación. 
Pero ante la insistencia angustiada de los allegados, siempre respondió del mismo modo: con un meditado silencio y una sonrisa de retrato. 
Durante años, Lalo de los Santos fue el anhelo viviente de solteronas involuntarias que atesoraban las fotos aparecidas en revistas y abuelas memoriosas, hasta que el mito fue desapareciendo debido a la terquedad insidiosa de la muerte que persiguió a sus admiradoras. 
Ellas depositaron en el astro radial el deseo que eran incapaces de depositar en cualquier otro mortal. Las viudas tuvieron el privilegio de la comparación; aunque puestas a elegir entre el difunto y Lalo, ellas siempre lo preferirían porque su fantasía enmendaba las posibles carencias del amante. 
Cuando se cansó de cuidar pollitos, vender huevos y gallinas radiantes, Bernardo Joaquín Farías, vendió la granja a un conocido y compró la casa de Junín y dos departamentos que puso en alquiler. 
Nunca más se lo vio en algún evento social o en reuniones de actores, ni asistió a ningún espectáculo. 
Aunque los fotógrafos lo hubieran tenido al alcance de sus objetivos jamás hubieran podido reconocerlo porque su imagen se había vuelto decididamente anónima. A pesar de la enorme popularidad que lo había acompañado, Lalo de los Santos desapareció de la faz de la tierra ayudado por la frágil consistencia de la memoria. Durante el desayuno Bernardo lustraba sus zapatos y planchaba un par de camisas blancas que usaba por las tardes para dar el paseo habitual. 
Un traje azul marino de media estación, zapatos de cuero negro acordonados, camisa blanca, corbata celeste lisa y el infaltable pañuelo blanco en el bolsillo izquierdo del saco; con ese atuendo daba una vuelta por la plaza del centro antes de ir en busca de los puros con sabor a chocolate que don José, el almacenero, hacía traer especialmente para Bernardo. 
Cuando Bernardo fue por primera vez al almacén en busca de los cigarros cubanos, don José creyó que la precisa insistencia de su nuevo comprador estaba azuzada por los desvaríos de la edad, aunque pronto vislumbró que el pedido persistente podría arrojar buenos dividendos. Al principio, tuvo que ir personalmente a la ciudad más cercana en busca de las cajas de habanos, hasta que contactó en Buenos Aires a un distribuidor que le consiguió una buena imitación fabricada con tabaco de Misiones. 
Don José conservó entonces la caja primigenia con la fotografía del original y reemplazaba el contenido con los impostores que Bernardo Joaquín Farías pagaba al precio de los verdaderos. Cuando aún estaba relacionado con la vida se dedicó a seducir mujeres, generar dinero con su imagen y a flirtear a través de las fotos aparecidas en las revistas del espectáculo. 
Luego orientó su tiempo a allanar el nacimiento y desarrollo de pollitos saludables, seleccionar los mejores huevos y acompañar a las gallinas en el proceso de gestación. 
El producido de las ventas que arrojaba la actividad era un efecto colateral y más que secundario. 
Quedaba fascinado cuando veía salir la vida del cascarón rasgado con el jubiloso y puro chillido que arrojaba a las criaturas a un mundo que no muy tarde le deparaba el infierno del horno o la parrilla a las brasas. 
Pero para cuando decidió vender la granja, Bernardo había entrado en una dimensión diferente de la existencia. 
Habitó la nueva casa, se armó de costumbres precisas y meticulosas, procuró tener cubiertas las necesidades mínimas y de poder satisfacer, de tanto en tanto, algún placer que gustaba disfrutar. 
Sus días se arrastraban por el desayuno, el riego del jardín, el planchado de camisas, el almuerzo, la merienda, el paseo por la plaza, la caminata de regreso fumando sus puros, la cena y el sueño de la noche. 
Cada tanto, alguien capacitado a mirar en las tinieblas, emitía algún: “¡Buenas tardes don Bernardo!”, logrando trastocar la inercia de la sombra que caminaba por las calles de Junín. A sus 80 años Bernardo Joaquín Farías vivía como había escogido persistir. 
Por eso un día, después de alejarse de los huevos y los pollos, recogió las fotografías en las que ya no se reconocía, -en las que habitaba siempre con traje y sonrisa impecables-, las revistas, los programas impresos de las radios en donde trabajó, los recortes de diarios de la época y quemó todo en el fondo de su casa. 
Del mismo modo que una vez tuvo el coraje de eliminar a Lalo de los Santos, en el crepúsculo de sus 80 años, sintió el mismo ímpetu de terminar con Bernardo Joaquín Farías.    FotoRevista no asume ninguna responsabilidad por el contenido esta nota,
siendo su autor el único responsable de la misma.
  

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