Del relato “Recuerdos del Barrio Pobre”
El partido de Fútbol
En la precaria cancha del barrio pobre, los chicos del bajo Pueyrredón, se aprestaban a enfrentar en un partido de fútbol, a los chicos del alto.
No podíamos competir con la vestimenta porque cada uno de nosotros jugaba con la única camiseta que tenía, mientras que el bando contrario, uniformó al equipo con una remera azul y blanca.
---No importa chicos, no solo les vamos a ganar, sino que les daremos clases en el manejo de la pelota. ----dijo don Arturo, el árbitro, con el entusiasmo que le salía por los poros.
---¡Siiiiiiii! ---Gritamos al unísono todos los jugadores e hinchas de “Los grandes del Bajo”.
---¿Podré jugar? ---se escuchó de pronto desde un rincón de la sede (una pieza en construcción, propiedad de los Broda).
La respuesta fue unánime, fría, clara, desnuda.
---¡Nooooo flaco. Con vós seguro que perdemos. Te falta fuerza y kilos, jaja,..será cuando engordés.
Los niños suelen ser crueles, le escuché decir una vez a mi abuela y creo que aquello, fue una crueldad.
Se quedó calladito, con su cara delgada y descolorida, mirándonos desde el suelo, donde yacía en cuclillas, apoyado en la pared.
---La próxima pibe, la próxima, te lo prometo…---le dijo Don Arturo--- Vi pena en sus ojos. Creí adivinar que hubiera hecho cualquier cosa para revertir la situación.
El domingo siguiente, los vecinos se agolparon alrededor del predio. Hasta había algunos coches de la gente del alto.
Pero la suerte estaba echada y fuimos nosotros los que ganamos, ¡y por goleada!, ¡tres a cero!
Se fueron callados, como perros con la cola entre las patas.
Todos a celebrar. Los vecinos hicieron “la polla” y festejamos, con un sandwichs y un vaso de coca.
Aunque ninguno tenía más de doce años, el triunfo no nos cabía en el pecho y por muchos días el partido fue el único tema de conversación.
Un día, reunidos en la esquina de siempre, alguien preguntó:
---Muchachos ¿Y el flaquito? ---nadie lo había visto para nada---- ¿Y si vamos a la casa?...a lo mejor se murió, jaja.
---Callate ché, con la muerte no se juega.
---Es una broma.
Nos abrió el portón su mamacita. La gringa del kiosco.
---Venimos a ver a Uriel ¿Le pasa algo?
---Está enfermo ---contestó, con palabras que apenas le dibujaban la boca.
Uno tras otro avanzamos por la entrada de tierra, como si recién tomáramos conciencia de la situación: Uriel estaba enfermo.
Desde la cama, nos miró sorprendido y con alegría a la vez.
---Qué suerte que se acordaron de mí muchachos.
---¡Pero flaco, como te vas a perder el partido. ¡Ganamos tres a cero! Tendrías que haberlos visto ¡Los matamos!.
Y la conversación avanzó. Hablamos de futbol, de chicas, de besos. Sus mejillas que parecían leche cuajada, de pronto tomaron color. Se rió mucho con las ocurrencias del negro Carranza. La señora nos invitó con un vaso de jugo y nos sentimos muy bien.
---Volveremos flaco. ---sonrió
Regresamos todos los días. La cita era a las siete de la tarde en la esquina y luego toda la barra a visitarlo. Nos divertíamos juntos.
Un día, cuando el vierto y las hojas de los árboles amarillentas acusaban que el verano se fue. Cuando a las siete, el cielo tendía su poncho oscuro sobre el barrio, estábamos frente al portón de lata. Un chillido largo y dolido siguió al saludo apenas esbozado de la mamma (como él la llamaba).
Allí estaba, sobre la cama pobre. Más delgado y pálido que nunca.
---Hola ---dijimos todos a la vez.
Nos echó una mirada larga, uno por uno, con un mensaje de mil palabras que no necesitaron del sonido y cuando terminó, cerró los ojos.
Nos había dejado.
---¿Por qué se murió? ----Pregunté a mi padre.
---Porque el cáncer no perdona y esto es así, cuando te toca, te toca.
Al día siguiente la barra estaba con él, rodeando esa caja blanca, con la cara de la luna por la ventana, sin poder entender por qué se muere un chico de ocho años.
Las calles de tierra nos vieron pasar, arrastrando una tristeza que no nos cabía en el alma. Mucho más pesada que la liviana carga de un cuerpo vencido por la enfermedad. Toda la escuelo siguió la huella de un coche fúnebre que surcaba lento, hacia su último amarre.
Teresa Ternavasio
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