Recuerdos del barrio pobre
Manuelita O
l - Calles de greda, tierra roja que apelmaza la huella.
Tardes que se alargan, esquivando la negrura de la noche,
con su abstinencia de luz eléctrica.
Comidas de pocos ingredientes.
Rostros resignados alrededor de la mesa sin mantel.
Un perro flaco esperando su turno
y los niños agrandando los ojos.
Mesa de plegarias livianas,
de acuerdo al hambre.
Pero Manuelita O es feliz,
Con estas cosas tiene felicidad,
más adelante concebirá sueños
Y los sueños serán pasaporte para otros mundos
que todavía no conoce.
ll - Entre tanto niño rubio, hijo de gringos,
Manuelita se distingue por su piel café
y sus manos con verrugas.
Temprano se incorpora de la cama
para ver el sol que se resquebraja
contra la ventana de vidrios rajados.
El perro que ha buscado tibieza
en la colcha de urdimbre gastada,
-que el descuido desparrama
sobre el ladrillo húmedo del piso-
se tambalea cuando ella pega el tirón
para levantarse.
A la mañana, en la casa de Manuelita,
la pobreza tiene olor a leche mezclada con café
y pan del día anterior,
ablandado en el brasero.
Afuera, entre tanto verde, los pájaros festejan
y la canilla que gotea, les presta su ritmo.
lll - Una manzana que muerde de a ratos,
la acompaña hasta La Escuelita.
La que a ella le corresponde asistir,
porque los vecinos dictaminaron
que, de las dos escuelas de la zona,
esa sería la de los niños pobres.
Y Manuelita O era pobre.
Algún día,
cuando emigre de su mundo de papel,
pintado con flores azules y rojas, se enterará..
Mientras tanto, sigue saltando
con su blanco delantal de tres tablas,
recitando…recitando:
dos por dos, cuatro, tres por dos seis
lV - Siestas de safaris, por el barranco que orilla el barrio.
Aventura que de tanto en tanto, realizan los chicos con Manuelita,
viviendo desde la intriga, hasta la ansiedad de la lagartija escondida
que se escurre entre los espinillos.
Saborear las uvitas del campo, con el riesgo de la indigestión
Subir y bajar cuestas del terreno no urbanizado.
Esquivar piedras sobre las que se asienta el coraje,
dejando atrás la sensación de miedo ante el desafío.
Regreso de la siesta de otoño,
con el sol madurando las ganas de ser grande
para descubrir lugares escondidos en los mapas.
Manuelita O ríe.
Alguien le toma la mano.
No importan sus verrugas.
V - Manuelita O cree en Dios,
¡Vaya que si cree!
Cita sagrada la del domingo a las nueve,
en la capillita del barrio.
En el primer banco, asentando el cuerpo y cruzando las piernitas flacas,
espera al cura, para recibir la bendición.
Jesús la conoce. Ella es la que ofrece el sacrificio de andar cien metros, saltando en un solo pié.
Manuelita va y viene, sin descansar, porque lo ama.
En el hogar humilde aprendió a rezar,
y las palabras santas, se pegaron para siempre a su corazón.
Mientras con un yuyo perseguía mariposas, dulce y acompasada repetía:
Padre nuestro que estás en los cielos…
Vl - Los ojos en la cara morena
languidecen cuando los doce años de Manuelita O
se prendan de la sonrisa del muchacho,
que imagina -desde la pantalla del cine- la mira a ella.
Está rara. No sabe si triste o contenta
Una telaraña mágica la aprisiona.
Se pone un caramelo de leche en la boca
y lo ajusta con la lengua al paladar.
Está cruzando un umbral que la encandila,
aunque la luz esté apagada.
Ahora Manuelita O sueña, dormida, despierta.
Hablará con su madre sobre las verrugas.
Vll - Se sienta en cuclillas.
Apoya la espalda sobre el alambrado
que contiene la verja de ligustros
y Manuelita O, con los ojos puestos en cualquier parte,
siente que la vida pasa sin que la toque.
Solo las matemáticas alteran sus días de sueños.
Cumplirá catorce años y no hay chicos en su vida ¡Qué horror!
¿Será porque soy negra? Se pregunta. Ya casi no tengo verrugas.
Ni una cosa, ni la otra Manuelita.
El amor te espera, a la vuelta de cualquier esquina,
justo sobre la calle que algún día,
envuelta en ilusiones,
caminarás dichosa.
Vlll - ¿Cuántas veces lloró? Ni se acuerda. Tal vez nunca.
Los niños pobres no tienen berrinches, ni caprichos,
porque en la pobreza
no hay lugar para estas cosas.
El aire pesado y gris de una tarde de otoño,
llenó la boca de Manuelita de burbujas con un sabor que no conocía.
Por momentos agrio, quizás amargo, pero siempre feo.
El perro flaco lanzó un gemido y toda la casa se estremeció.
Un pájaro salió de entre las ramas de un naranjo
y voló hacia las alturas,
como las cañitas encendidas en navidad.
Mal presagio.
La mamá enfermó gravemente
y Manuelita O lloró lágrimas tan transparentes,
como la de los chicos blancos.
lX - La muerte no tiene amigos, ni enemigos.
No es bienvenida, pero cuando toca la puerta,
la recibe el dolor, como buen anfitrión.
Ella visitó la casita con pisos de ladrillo
y se llevó en andas,
como el viento que empuja una pluma,
la vida de la mamá de Manuelita.
La pena la tomó en sus brazos.
Cuando por la mañana, se miró en el único espejo,
quebrado en un ángulo,
que colgaba de un clavo en la pared sin revoque,
ya no era la misma.
Vibraba al compás de la tristeza,
porque la vida, sí, por primera vez, la había tocado.
X - En su juego de malabares, el destino revoleó sus bolas
para cualquier lado.
Quiso la gravedad que por su inevitable efecto,
terminaran en las manos de quien las manejaba.
Y Manuelita O mudó su vida a un barrio de planes.
Una gran máquina y muchos hombres
demolieron la casa, que vencida, entregó su pobreza.
Los pájaros, huían asustados buscando otros nidos.
El perro disimulaba su temor husmeando y moviendo la cola,
tal vez tratando de congraciarse con los visitantes.
A un costado, tirada, como en un campo de batalla,
la pileta de lavar la ropa.
El polvillo, en su liviandad, buscaba la atmósfera
y al elevarse llevaba como estandarte,
el espíritu de una niña, morena, con verrugas en las manos.
Cuando alguien posa los ojos sobre la gran casa,
que yergue su altanera victoria,
los vecinos dicen:
es la casa de Manuelita O.
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