Resurrección
La luz que proyecta la lámpara es tenue y él acomoda sus anteojos creyendo que de ese modo puede agudizar la visión. Observa el teclado de la vieja Remintong donde apenas se distinguen las letras. Cuantas veces las acarició esperando sacar de ellas, las palabras que a borbotones acudían a su mente.
Instintivamente, rota la cabeza a un costado y fija la mirada en el espejo de la antigua cómoda. No reconoce la figura que refleja.
El accidente ancló su existencia a una silla de ruedas. Días enteros deslizando preguntas que nadie contestaba. En circunstancias blasfemaba, pero ello no le devolvía la paz.
Un día, su hermana menor, con actitud impávida, le alcanzó un libro, que él apretó con sus manos. Lentamente y sin proponérselo, se metió entre sus páginas y como la araña que agazapada espera el descuidado vuela de la mariposa, se sintió atrapado. Cada personaje de la historia hizo lo suyo y se conmovió con el reprimido, le enervó la intolerancia y así sintió que podía ver a través de las palabras, lo más profundo de cada ser. Se interesó por todos ellos y esto fue para su disminuida vida, como quien recibe el sueño, después de una larga noche de insomnio.
Un día cualquiera, se encontró con que ya no pensaba en su achatada existencia, ni en senderos cortados y sin perspectiva.
Jamás había razonado respecto a la magia de desnudar el lenguaje. Ese mundo de palabras que acerca y aleja. Dispara y contiene. En la posibilidad de expresar opiniones que años más tarde expondría en sus libros.
Equipado de elementos, desempolvó la máquina de escribir –herencia del tío Roberto- e insertó en el rodillo la primera hoja blanca sobre la que volcaría lágrimas. No estaba solo, tenía la mejor amiga que hubiere podido encontrar.
Los sentimientos escaparon de su alma, como pájaros en libertad y se vio frente a un inmenso océano desbordado, que no le cabía. La literatura era como un planeta privado, que aunque le extendía invitación, no se atrevía a abordar
Pero finalmente lo hizo y fue para él como meterse en un río sin saber donde iba a desembocar. Vislumbraba a pesar de todo, la inmensidad de vivir y de crear. En circunstancias el miedo se le metía en los huesos, pero no lo amilanaba. Todo anhelo está expuesto al éxito o fracaso –se decía- . Estaba seguro que se había encontrado consigo mismo.
Recorrer los laberintos de su alma buscando la salida para entrar en la de los demás, fue su más claro propósito.
En aquella habitación, el sonido del tipeo, era música para los oídos. Los minutos convertidos en horas no distinguían el día de la noche. Dos años más tarde las personas recorrerían ávidas las páginas de su primer libro –Resurrección- . Sabía que había entregado mucho de si, porque en cada párrafo se sintió vibrar. Esta fue la primera etapa de un largo camino a recorrer.
La vida cambió para él y cada día lo sorprendió con su inmenso torrente. Pudo ver la hermosura de los árboles y a cada animal lo llamó por su nombre. El amor, el desacuerdo, la rabia, la pena, la pasión, la rebeldía, eran una mezcla de espesa miel, que con esa bendita fiebre abrasadora, volcaba sobre el papel.
Veinte años después, está ahí, sereno, asombrado de su vida compartida, sabiendo que es realmente feliz.
Teresa Ternavasio
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