El poderoso vehículo de 20 metros de Leonardo Nuñez, conductor de camiones de remolque, transitaba por la enorme autopista Caracas-Valencia, en el estado de Carabobo. Era un día brillante y despejado de Marzo de 1989, y el destino de Nuñez, la ciudad costera de Puerto Cabello, estaba sólo a unos minutos de camino. Luego de descargar su cargamento de fluidos inflamables, Nuñez comenzaría su viaje de regreso a Valera (Edo. de Trujillo), donde su esposa encinta y sus tres niños pequeños lo esperaran ansiosamente. Iba a ser un retorno a casa especial, coincidiendo con su cumpleaños número 28.
A la 1:30 de la tarde, Nuñez conducía cerca de "Los Vergeles" (en una de las intersecciones de la autopista). A su izquierda, a través del centro herboso, había gruesas formaciones de cipreses, pinos y robles; a la derecha, grandes extensiones de sembradíos con hermosos y dorados araguaneyes (árbol nacional de Venezuela). Cambiando de velocidad, rebasó a un auto particular, luego tomó otra vez el canal derecho. Desafortunadamente, no alcanzó a ver el camión pesadamente cargado de troncos estacionado a un lado del camino, que ocupaba un metro sobre la carretera.
Segundos después, viajando a 88kph, el vehículo de 25 toneladas de Nuñez se estrelló contra el remolque estacionado, aplastándose su cabina hasta quedar convertida en un montón de metal retorcido. Cuando reacionó, se dió cuenta con horror de que estaba viviendo la peor pesadilla que pueden sufrir los camioneros: Estaba atrapado, con su pecho y piernas metidos dentro de un oscuro saco de escombro que empezaba a arder. Inmediatamente penso en la carga explosiva que traia en su camión, y comenzó a gritar pidiendo ayuda.
Andrés Colina, maderero de 57 años, conducía su camión por la carretera Panamericana cuando vió, algunos cientos de metros adelante, leños que volaban por el aire; segundos más tarde, las llamas se elevaban al firmamento. Colina, ciego de un ojo a causa de un accidente en su niñez, padre de nueve niños y administrador durante 25 años de un aserradero, se apresuró hacia los incendiados restos.
Carlos Caballero, que conducía su camioneta Pick-up por la vía opuesta, había presenciado la misma increible escena de troncos volantes y llamas. A Caballero, ingeniero de 26 años, oriundo del Estado de Zulia, no le parecía probable que alguien hubiera sobrevivido a tal impacto. Desvió su camioneta, hacia el centro, salió de ella de un salto y corrió hacia el incendio. Andrés Colina ya estaba allí, halando con fuerza lo que quedaba de la portezuela del conductor.
Caballero, blanco y de instrucción universitaria, rapidamente se unió a Colina, un hombre afrodescendiente y autodidacta, quien había trabajado toda su vida con las manos. Tomando apenas tiempo para hablar, tiraron de la portezuela, que estaba atorada. "¡Socorro! ¡Por favor, ayudénme!", las súplicas de Nuñez eran un murmullo sofocado. Sin embargo, eran los sonidos de la vida que Colina y Caballero esperaban oir. "No se preocupe", gritó Colina, "¡Lo sacaremos!".
Mientras trabajaban examinaron el desastre: La cabina había perdido su forma por el impacto, girado casi 180 grados hacia adelante, y comprimido su estructura de acero y aluminio a la tercera parte de su tamaño normal. El lado del acompañante de la cabina, enterrado bajo un montón de troncos, ya estaba oscuro por el humo y las llamas. Con una explosión de energía, aumentada por la adrenalina, los dos hombres rompieron la bisagra de la portezuela del conductor y la arrojaron a un costado.
Lo que vieron los estremeció. El cuerpo de Nuñez estaba clavado bajo el tablero, con la barra de la dirección doblada sobre su torso. Su rostro, empapado en sangre, se volvió hacia el lugar de donde provenían las voces.
"Transporto fluido para la industria petrolera", explicó Nuñez, mientras el fuego continuaba esparciéndose. Colina y Caballero sabían que ambos tanques de 190.000 litros de combustible podrían explotar en cualquier momento, si el cargamento no estallaba primero. Pero, sin vacilar, Caballero se arrastró dentro de la cabina y comenzó a escudriñar el tablero, mientras Colina se apoyaba y halaba a Nuñez de los hombros.
Nuñez, cegado por el contínuo flujo de sangre, sentía la creciente frustración de los hombres que habían llegado a salvarlo; esperaba que se fueran en cualquier momento, para salvarse ellos mismos. "Oh, Dios mío", gritaba, ¡Por favor, ayúdame!".
A lo largo de la línea media de la carretera se había reunido una multitud de curiosos. Caballero, sin aliento, mareado y cubierto con sangre del herido, emergió de la llameante cabina. Luego de llenar sus pulmones de aire fresco, comenzó a arrastrase de nuevo hacia la cabina cuando Colina lo detuvo, con un brillo de esperanza en sus ojos. "¡Mi hacha!", gritó. luego dió vuelta y corrió hacia su camión, dejando a Caballero para que acompañara a Nuñez.
Al regresar Colina con su hacha de monte de dos kilos y medio, comenzó a golpear fuertemente el techo inclinado de la cabina. Si lograba hacer un agujero de tamaño suficiente, razonaba, podría entrar y apartar la obstrucción mientras Caballero sacaba al camionero a través de esa misma abertura.
Colina no escatimaba en ningun instante su enorme esfuerzo; dándole instrucciones a Caballero para halar y sacar de una vez por todas al desesperado camionero, ambos cargaron a Nuñez hasta una distancia prudencial del siniestro para prestarle sus primeros auxilios. En cuestión de minutos, los tres hombres exteriorizando la alegría que todo ser humano siente cuando se ha salvado una vida.
los tres hombres se miraron casi llorando, mientras Nuñez expresaba con voz entrecortada: "¡Gracias! amigos, por darme un año más de existencia".
Así, Nuñez, Caballero y Colina, forjaban una amistad en medio del fuego..!
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