VENGANZA
Lo había visto por primera vez en la facultad. Ingresó al grupo traído por uno de mis compañeros.
-Me llamo Germán -dijo.
-Soy Marina.
La piel blanca como la leche. Su aspecto escuálido y su timidez, me conmovieron. Tocaron en mí, seguramente, las fibras de madre que por naturaleza posee cada hembra del planeta.
Nos hicimos amigos. ¿Lo apreciaba? ¿Me enternecía su debilidad? Ambas cosas. Siempre lo defendía frente a las bromas pesadas de los muchachos.
Compartíamos muchas horas de estudio. Intercambiábamos ideas, risas, sueños de papel. La comida en la mesa familiar.
Un día, con los ojos afiebrados dijo:
-Marina te amo -la frase me descolocó y me hizo sentir muy incómoda
-Me apreciás Germán. El amor es otra cosa.
-Marina te amo -repitió tocando mi brazo. El excesivo calor de la mano me produjo rechazo.
Me levanté de la silla.
--Nosotros somos amigos, dejemos las cosas como están por favor.
Por varios días no tuve noticias. Ni mensajes, ni llamadas.
El martes por la tarde sonó el teléfono. Atendió mi madre
-Marina, es Germán
Me necesitaba. No estaba bien y requería mi ayuda. No me negué por supuesto.
Toqué la puerta que cerró con llave tan pronto me introduje. Me llamó la atención su actitud, pero traté de tranquilizarme.
Como el siervo que pasea su frescura por el bosque, caí en la trampa. Tenía en frente al encubierto cazador.
Habló mucho sobre el tema que nos había separado. Su cara blanca iba tomando un color rojizo mientras avanzaba con sus palabras. De pronto se abalanzó sobre mí. Asustada grite:
-Esperá, esperá, aclaremos algunas cosas primero.
Se recompuso y así llevé la situación, hasta que en un descuido pude abrir la puerta y ganar la calle, sin imaginar que me seguiría.
Nerviosa, envuelta en un manto de desasosiego, caminaba presurosa por la arteria principal del pueblo.
Era noche ya. En la calle empobrecida de luz, los árboles, sin hojas, con sus ramas retorcidas, parecían horribles fantasmas. El repiqueteo de los tacones, acompañaba el latido de mi corazón.
Mi piel sabía que él venía detrás, cada vez más acelerado y entonces cambió de textura.
No me atrevía a volver la cabeza.
Era tarde ya. Su jadeo rozaba mi nuca. El miedo y el asco se mezclaban. Un frío recio y oscuro corrió por mis venas, entonces me acordé de Dios. Me tomó bruscamente del pelo y su torpeza me hizo trastabillar. Caí sobre los mosaicos de la vereda. Con una voz que no era la mía, supliqué: “¡Nooo, por favor!” Desparramaba su respiración sobre mi cara y mi cuello, mientras a tirones me desprendía la blusa. Con una mano me tapaba la boca y con la otra buscaba mis pechos.
Clavé las uñas en su mejilla. Gritó de dolor. Me asusté. Sus manos enfurecidas, se cerraron alrededor de mi cuello. Mi mente se llenó de nubes.
Después escuché voces que no conocía Acudían a mi cerebro pensamientos abstractos. Abrí los ojos que se llenaron de blanco. Alguien estaba a mi lado.
-Tranquila mi amor, tranquila –Era mamá- No te muevas, pronto te vas a poner bien
Sentía rigidez en mi brazo derecho y me dolía particularmente la cara.
-Mamá… ---Mamá eterna ¡cuánto te necesitaba!-
En ese momento entró un hombre delgado, con anteojos, barba y rostro bonachón. Imaginé que era el médico. Lo seguía una enfermera que intervino el frasco que colgaba a mi lado, de un hierro con un gancho en su extremo.
-Por ahora, que no hable –ordenó- está sedada
Con una quebradura expuesta, dentro de dos días me operarían.
A veces escuchaba a mi madre llorar.
Tan pronto el doctor Carmelo lo autorizó, un policía me entrevistó.
-Te voy hacer unas preguntas –dijo- Me contestás, si podés, sino vendré en otro momento.
-Está bien
-¿Conocés a la bestia que te hizo esto? –recurrí a la memoria que tomó la forma de un gusano baboso y detestable, que se retorcía en un lodazal.
-No-
-Necesito datos para encontrarlo -El hombre elevó el tono de su voz, indignado, mientras su rostro se tiñó de color carmín-. Tratá de acordarte.
-Basta ya, debe descansar –intervino el médico.
Todos en el hospital, tenían para mí, un trato especial. Era cariño y lástima a la vez.
Después de un mes, volví a casa. Entré a mi habitación. Con una mirada nueva observaba cada cosa. Me miraba al espejo, sin reconocerme. Tenía una profunda cicatriz a la altura de la boca. En un rincón, mi oso rosa. Con sus ojos de botón me preguntaba por mi infancia. Sentí que me veía sucia. Me acerqué al escritorio y tomé un libro, cualquiera. Lo abrí. Las letras bailaban ante mí una danza fatídica. Despegué los labios y dije lentamente: “No te conozco”… “Si te conozco”
Te conozco, ¡Claro que te conozco!
Siento un desgarro interno. Como el pájaro que pierde un ala.
No puedo mirar a las personas a los ojos. El barro trepa a mi mente.
Desde aquel día, no he dormido una noche entera.
Es sábado, ---día para la diversión--- yo despierto con la clara idea de lo que voy hacer. Tomo el teléfono, disco tu número y quiere el destino que seas vós quien atiende.
-Quiero verte…hablemos
-¿De qué tenemos que hablar? -pregunta
-Por favor, lo necesito -ruego
-De acuerdo…a las nueve.
Al abrir la puerta, me choca su mirada ganadora. La boca se distiende en una sonrisa demoníaca.
-Pasá
Con la brutalidad que ya conozco, me toma por la cintura y me abraza, mientras yo saco una daga de mi manga y con la fuerza de la ola que golpea la roca, clavo la hoja en su espalda. Sus brazos se aflojan
Ahora los dos, poblamos el mismo infierno.
Teresa Ternavasio
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