Jorge Mariscotti (piti)

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Nubes - 2011

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Enviada el 17/01/11 a las 22:58:55 - Obra N° SSER110117225855 

"Nubes - 2011"

 
Jorge Mariscotti (piti)

Sol Suave Jorge Mariscotti (piti)

(Buenos Aires, Ciudad de Buenos Aires, Argentina)
 Del libro “El arte del ocio” de Hermann Hesse, extraigo del escrito “Nubes” (1907), el siguiente pensamiento: “No pocas veces he visto nubes fotografiadas y debo decir que las había perfectas, aunque no muchas, porque no hay placas con suficiente sensibilidad para el color. Además las fotografías en las que solo se tomó el cielo, sin ningún fragmento de tierra, resultaban casi siempre fallidas. Porque difícilmente podían suscitar la impresión de movimiento, y la incertidumbre respecto a las distancias de las que dichas nubes se ofrecen al espectados es algo que suprime todo posible efecto de belleza.
Me parece que la belleza y la significación de las nubes resulta del hecho de que se mueven, y de que produzcan en el cielo (que para nuestros ojos es un espacio muerto) unas distancias, unas dimensiones y unos intervalos. Nada importa que estas distancias y estas dimensiones sean extraordinariamente engañosas. También nos engaña un objeto que flota en una superficie líquida: el ojo sobrevalora siempre la distancia entre él y el objeto, y minusvalora la distancia entre el objeto y la orilla opuesta o el horizonte.
Gracias a las nubes, el aire –en el que la mirada no encuentra generalmente nada y pierde la atención y la participación con la búsqueda de unas dimensiones- adquiere una rica visibilidad: se convierte en una continuación de la tierra. A un nivel más reducido, cumplen también esta misión un pájaro, una cometa, un avión (Hesse usa cohete, yo puse avión), por unos momentos, percibimos como un espacio divisible lo que antes era aún el vacío, la nada. Jamás podrá rendirnos ese mismo servicio el simple reconocimiento de que el aire no es el vacío, porque el ojo no cree fácilmente a la razón, y así ocurre que ve moverse el sol y no moverse la tierra, a pesar de que la ciencia le dice lo contrario.
Lo que el pájaro hace a una escala reducida, lo hace la nube en gran escala. Las nubes hacen que el enorme espacio sea concreto, vivo, aparentemente mensurable, y nos ponen en relación con él, Porque esas nubes nos pertenecen, son algo terreno, son agua de la tierra, son el único fragmento de tierra y de materia terrestre que se eleva de un modo visible ante el ojo humano y da una viva continuidad en el espacio invisible al ser y a la vida de la tierra.
De ahí que cualquier paseante de primeras horas de la tarde perciba también lo que las nubes tienen de simbólico, algo que despierta unas ideas y unos sentimientos distintos a los que suscita la visión del sol, la luna o las estrellas. Estos no son terrestres, ni tienen una proximidad que pueda medirse, sinó que poseen su propio ser y su propia vida, No son un pedazo de tierra que flote en el espacio, no reciben su forma ni su movimiento de unas fuerzas naturales, próximas y familiares a nosotros. En cambio, las nubes comparten con nosotros la luz y la oscuridad, el viento y el calor. No son mundos, sino que pertenecen a nuestro mundo, se forman y se esfuman ante nuestros ojos de acuerdo con unas leyes que comprendemos y que sentimos como algo simultaneo a nuestra propia existencia, y además, regresan siempre a la tierra.
No obstante, raras veces vemos dicho regreso. En una lluvia intensa o en una nevada, no vemos ya las nubes. Y mientras las vemos, su conveniencia y su lógica no es identificable por nuestra vista.
Del mismo modo que nos hacen visible el espacio aéreo, así también las nubes nos hacen perceptibles los movimientos del aire.. Y los movimientos del aire son siempre enigmáticos, no para nuestro pensamiento, pero si para nuestros sentidos, de ahí que nos cautiven. Si a cien, o a trecientos, o a mil metros sobre mi cabeza, el aire está movido, si hay corrientes que se encuentran, se cruzan, se dividen, se combaten, nosotros no sacamos nada de ello. Pero si veo pasar una nube o un tropel de nubes, raudas o lentas, si veo que se detienen, que se dividen, se amontonan, cambian de forma, se funden, se encabritan, se rasgan, todos estos procesos constituyen un espectáculo que reclama nuestro interés y nuestra participación.
Así ocurre también con la luz, que no percibimos en el espacio azul, aparentemente vacío. En cambio, si flota en él una nube y se vuelve de color gris, gris claro, blanco, dorado, rosado, ya no escapa a mi percepción toda la luz que hay en las alturas: la veo, la contemplo, disfruto de ella. ¿Quién no ha visto, cuando cae ya la tarde y el sol se ha puesto hace rato y la luz ha abandonado la tierra, arder las nubes en lo alto, flotando en la luz!
Si pensamos que las nubes son un fragmento de tierra, de materia, y que su vida terrena, material, transcurre en las alturas, en espacios donde no podemos ver otra materia que ellas, su simbolismo nos resultará diáfano. Para nosotros suponen la continuación de la vida terrena en lo lejano, un intento de la materia por disolverse, un gesto íntimo de la tierra, un gesto de nostalgia por la luz, por la altura, por el vuelo, el olvido de sí misma. Las nubes son para la naturaleza lo que los seres alados, los genios y los ángeles son para el arte, esos seres cuyos cuerpos de forme humana, terrenal, tienen alas y desafían la gravedad.
Y finalmente, las nubes suponen para nosotros un símbolo de lo perecedero, un símbolo casi siempre sereno, liberador, benéfico. Vemos su transcurrir, sus luchas, sus descansos, sus fiestas, y las señalamos soñando que vemos en ellas nuestras luchas, fiestas, viajes y juegos humanos, y esto nos hace bien, y nos duele que todo aquel juego hermoso de luz y sombras sea tan fugaz, tan cambiante, tan perecedero..
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