Foto del Día de FRMejor Foto de AutorTema: Fotografia de Autor - Enviada el 13/06/21 a las 20:09:57 - Foto N° 210613200957
"Uno de Cuatro"
(Rosario, Prov. de Santa Fe, Argentina)
Mi página Intento no llorar. Intento. La tristeza es un ser que se apodera de mi espíritu y lo esclaviza, lo reduce a lo absurdo, lo paraliza. Nada puede hacer él por intentar escapar de las garras del demonio que todo lo abarca y que atropella como aquellos viejos tsunamis que llegan desde el centro del océano cargados de una furia sobrenatural.
Me siento frente a un espejo e intento descubrir su reflejo sobre el vidrio manchado de viejas mugres. No lo veo. El espíritu es invisible, pero su pena es tan profunda como aquel pozo en el que un día se cayó una vieja vaca cerca de la casa de mis padres y nunca más la volvimos a ver.
Pienso en la pena, caída en el pozo del espíritu, con sus patas quebradas del impacto contra el fondo, si es que ese hoyo tiene fondo. Una pena inválida que ya no podrá retirarse de esa ingrávida parte de mi ser que llora sin consuelo frente al espejo que la observa sin poder reflejarla, pero comprendiéndola con la misma naturalidad con que lo hace las ramas del árbol al ver perder sus hojas por los primeros vientos del otoño.
Hay un perro sentado sobre mis rodillas. Un perro bordó. El perro de la angustia que viene a lamer las heridas de mi espíritu que sangran alma, gotas de alma, como una canilla mal cerrada que de a poco ve como se pierde el líquido acumulado en la cisterna. Es el perro bordó quien intenta cicatrizar mis llagas, las llagas de mi espíritu, esas llagas invisibles que nadie advierte, sólo uno mismo, y a veces, cuando no nos dejamos arrastrar por el derrotero de todos los días, por la ausencia del propio ser en su ser mismo. Es el perro bordó el que me acaricia la espalda, me acomoda el cabello, me dobla el ruedo de las uñas, me zurce las rodillas gastadas y me masajea los codos y alguna que otra vieja borrachera que aún llevo clavada en mi mente como una lanza.
Levanto el rostro y me miro al espejo. No tengo miedo. Tengo tristeza. Honda, profunda, más que honda, más que profunda. Subo y bajo la mirada como para no enfrentarme con mis propios ojos en el espejo que buscan interrogarme reclamando por el ayer, por el hoy, por el mañana, por lo que estoy haciendo con mi vida, por lo que estoy haciendo por otras vidas. Hay algo en mi mirada, quizás la vieja y desteñida pupila, que me dice que hay muchos que conviven con la tristeza, con ese demonio que echa raíces en el espíritu, y yo acá, sentado frente al espejo con el perro bordó sobre las rodillas. No puedo permitírmelo. No puedo perdonármelo. Algo tendría que estar haciendo que no estoy haciendo. Algo tendría, habría, debería.
Miseria. Esa es la palabra que viene a mi mente y la desborda. La repito. Miseria. Miseria, miseria. Hay cierta mediocridad en este ser humano que vuelve a la vida una especie de tránsito insoportable. Cierta mediocridad que no le permite al espíritu deshacerse de sus llagas. Tanta carne en el ser no deja resquicios para que broten las raíces del alma. Me sé egoísta, mezquino de alma, de abrigo, de cobijo. Me sé no yo, me descubro siendo otra persona, no la que deseo, la que anhelo, aquella que se pinta la cara de payaso para alegrar las almas, para llevar personales cartas de sonrisas.
La miseria, la mezquindad, la mediocridad, colman mi ser y mi cabeza quiere estallar manifestándolo a través de un dolor intenso, punzante, como alguna de esas viejas borracheras clavadas como una lanza o como las patas quebradas de la vaca en el fondo del pozo que nunca más volvimos a ver.