Poniéndole un candado... / F. Jácome

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"Poniéndole un candado al hambre"

Franklin Jácome

Quito, Ecuador
jacomef@granasa.com.ec
 Volver Son las 08:30 de la mañana y los rayos de sol invaden los rincones de la ciudad. A los dueños de las tiendas y restaurantes de la calle Flores, la más concurrida en el Centro Histórico de Quito (Ecuador), les resulta inconfundible la silueta de Luís y su hermano Diego. Ambos son adolescentes. Pero Luís es más que eso, es no vidente, y llama la atención el temple para darle sentido a su vida en medio de una sociedad conservadora que no siempre da oportunidades.

El pequeño Diego parece un perro guardián al momento de cuidar a su hermano. Por la constancia ha remplazado los cuidados de se madre, y no por mala voluntad de María sino por carecer de recursos económicos. Ella también se gana unos centavos lavando y planchando ropa en el vecindario, y en las tardes limpia departamentos y casas. Los ingresos que obtiene sirven para pagar la escuela noctura y alimentar a dos hermanos más. Eso lo saben bien y por eso cada mañana ambos salen a trabajar. Diego con su caja de lustrar zapatos y Luís con sus candados y pilas.

Las horas pasan y en medio del tumulto de la gente que transita se escucha una voz que se repite: “lleeeve los candados; cuatro pilas por un cincuenta centavos”. Casi a diario, Luís se enfrenta al dilema de saber si su voz la escucha alguna persona. Hay días en que de tanto gritar su voz se agudiza, siente que su garganta se seca, la espalda le duele de tanto sol. Pero no le importa porque sabe que algún momento su paciencia y fe darán resultado. Alguien pagará los 50 centavos por los candados o las cuatro pilas.

Al medio día, Diego aparece nuevamente. Hay malas noticias dice Luís: “no he vendido nada, que mala suerte”. Su hermano mayor lo mira con ternura y le susurra al oido que no hay problema, que no se preocupe, que en la tarde será mejor. Aunque no puede ver, Luis dirige su rostro a la de Diego y corresponde con un fraterno abrazo. Entonces Diego le toma de la diesta y le lleva a almorzar.

Una limonada, una sopa y un plato de arroz con lechuga y huevo frito es el menú del día. Diego no pierde de vista ni un solo instante a su hermano, le es su fiel servidor. “¿Te gusta?”, pregunta. Luis responde: “Sí, esta muy rica”. Por fracción de segundos un brillo ilumina las pupilas eternas de Luis, sí, es un destello como si la mano de un artista sobrenatural construyera un mundo mágico de colores y sabores al mismo tiempo.

De pronto, una voz gruesa y autoritaria pone fin a su conversa: “es un dólar, hay más niños que quieren comer, desocupen pronto la mesa; apuren, apuren”. Con resignación los hermanos dejan el comedor popular y se pierden entre la multitud. Una segunda jornada espera para el resto de la tarde.

El tañir del viejo campanario de la capilla de San Agustín dice que son las 6 de la tarde. Diego no pierde un minuto para ir recoger a Luis. Y aunque el hambre ronda por las puertas del estómago, ellos saben que una sopa caliente con unos dulces de maní y café espera en casa. A eso se suma que el calor de mamá aguarda para arrullarlos hasta que el sueño los conquiste con completo, y aunque bien saben mañana hay que repetir la jornada para sobrevivir, darle razón de ser sus existencias, y así mantener unida a la familia.

Franklin Jácome    El límite de la fotografía es nuestro propio límite
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