Muchos años la ví, abandonada a las hiedras. Era una casa de dos plantas, deshabitada y tomada por la vegetación, que debió tener una serena belleza en su época dorada.
Fue después que alguien la compró, que el reinado vegetal comenzó a ceder paso al orden. Tuve así, la oportunidad de entrar en ese lugar que siempre había llamado mi atención.
Las habitaciones amplias daban a un pasillo que la atravesaba como una columna vertebral. Salas, dormitorios, baños y cocina abrían sus puertas hacia él, en una callada espera de los pasos que las ausencias habían silenciado hace mucho tiempo. La cocina era lo más moderno, aparentemente remodelada a nuevo poco antes de la partida de sus dueños, contrastaba con el resto, luminosa y amplia.
Por el costado izquierdo de la casa, una escalera de granito, algo estrecha, permitía el acceso a la planta alta, que parecía albergar casi dos departamentos más. Uno hacia el frente, donde dos bibliotecas amuradas en la pared aún cobijaban libros pequeños o de fácil lectura y el olor característico de los años acumulados en sus páginas polvorientas. Revistas, cuadros, cuentas y recibos escapaban de varios armarios que resistieron el exilio. Dos baños, una pequeña cocina y varias habitaciones con alfombra azul francia exhibían sus paredes desnudas y un increíble sol que las bañaba por las tardes, a través de sus persianas de madera.
La casa había albergado, al parecer, una familia numerosa y algo de sus antiguos habitantes deambulaba por esas habitaciones después de tanto tiempo, ya que a pesar de hacer más de doce años que nadie vivía en ella, no parecía abandonada. Los pequeños objetos de la vida diaria que quedaron allí, guardaban algo del calor de sus dueños. Sólo el polvo, cubriendo todo como una tela protectora, parecía acompañar todas las cosas hasta que fuesen redescubiertas por una limpieza que lograra desterrarlo para siempre.
La casa invitaba a caminarla, mirarla y recorrerla con respeto, imaginando los personajes que lloraron y rieron dentro de sus muros. Algo brillaba en esa silenciosa soledad, quizás la etérea vida que parecía flotar aún ella. Las almas habían migrado, pero solo en parte.
No podía parar de fotografiarlo todo, cada cosa. Todo tenía un mensaje, me transmitía una sensación. ¡Y la luz de esa tarde! Penetraba en la casa dándole vida, fluía por las habitaciones y los muros, como un arroyo que con sus aguas las fertilizaba.
La Casa era una invitación a los sentidos y a la imaginación. ¡Me atrapó!.. Quizás ahora que la conocen también los atrape a Uds…
El límite de la fotografía es nuestro propio límite