Bolivia, impresiones / Serge Vincenti
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"Bolivia, impresiones"
Serge Vincenti
París, Francia
sergevincenti@wanadoo.frhttp://www.sergevincenti.com Volver La obra de Serge Vincenti transporta al lector a través de un viaje marcado por una progresión clamorosa. En el contexto de una Bolivia contemporánea, lo lleva a descubrir un exotismo asombrosamente cotidiano y a redescubrir una intimidad especialmente cercana. Lejos de los clichés que teatralizan un indianismo supuestamente inmutable, el autor nos hace sentir hombres y mujeres reales.
Ese va y viene entre la identidad y la alteridad aparece tanto en las imágenes, separadamente captadas, como en su sucesión. Lo cercano y lo lejano, lo exótico y lo cotidiano no siempre resultan predecibles. La profunda relación entre las particularidades del universo quechua-aymara y la Bolivia “moderna” es una constante de las realidades que el autor quiere hacernos descubrir o redescubrir: la ruta, la ciudad, el trabajo.
Las rutas bolivianas no son semejantes a ninguna otra. La ruta, medio esencial de comunicación, se desvía constantemente, tanto en sentido literal como figurado. Acá se convierte en un desierto, allá en una cancha; más allá se confunde con la riel de un tren y por aquí se pierde en la inmensidad de un lago.
La ruta permite, por supuesto, transportar personas y mercaderías. Pero no siempre... Eventualmente, si las condiciones y los hombres lo permiten, ésta desempeña su principal función. No obstante, esto no es lo esencial, pues lo que cuenta es lo inédito de las situaciones y paisajes que ella permite descubrir.
La disposición de las fotos transforma al lector en viajero, pero en viajero activo. A través de estas ventanillas abiertas hacia la vida, el viajero la aprecia, participa de ella. Cual tambor, las imágenes resuenan en él. Así, después de haber escuchado al mendigo, se alista para soñar ante los fantasmagóricos minerales legados por una naturaleza única para luego ser el centro de atención y asombro, que apenas oculta el miedo, de un grupo de indiecitos.
El viajero sigue su ruta a través de la ciudad que se presenta más como una suma de protagonistas – que no necesariamente tienen una relación entre unos y otros – que como una verdadera unidad social y territorial. El auto, el colectivo o las paredes que esperamos ver, desaparecen aquí detrás de la expresión, la actitud y la mirada de los usuarios de la ciudad, de aquellos que le dan vida. En la ciudad, la lucha por la sobrevivencia no está en contradicción con el lado jovial de la vida.
En la ciudad, vejez y juventud, soledad y encuentros se codean sin cesar. Y, paradójicamente, es esta tensión entre estas fuerzas, estas situaciones y estas diferencias sociales que dan un sentido de unidad a las imágenes y a la discontinuidad de la existencia urbana.
El viaje continúa por el mundo laboral, percibido esencialmente a través de la estrechez asfixiante de la mina y las inmensidades desiertas y heladas del Altiplano. El esfuerzo, el sufrimiento, la precariedad que son al mismo tiempo sentimientos, estados psicológicos y sociales y manifestaciones físicas, aparecen violentamente en las imágenes. En cierta medida, hacen que la noción del trabajo reencuentre su sentido etimológico... El trabajo en las minas sumerge al viajero en lo que bien podría ser el antro del sufrimiento original. En cierto sentido, el carrito que contiene el precioso mineral arrancado de las profundidades de la tierra constituye la redención del minero, quien se entrega como víctima expiatoria a Dios o al Diablo, o en todo caso, al Patrón que coloca la alineación en el corazón mismo del sistema.
El contraste entre la mina y la resplandeciente blancura de la sal es real, pero simbólicamente insignificante. Acá como allá el casco y el pasamontañas parecen convertir al trabajador en intocable. A los ojos de los demás, permanece enmascarado y sólo dentro del círculo estrecho de sus semejantes reencuentra su dignidad.
Más allá de la expiación, hay que aguantar. Para lograr esto, la mítica hoja de coca y su substituto moderno acompañan al trabajador a dondequiera que él vaya, a la mina, el lago, la ruta o el fuego. Podría incluso acompañarlo a los sembradíos donde sin embargo el sufrimiento parece estar atenuado por la cordialidad, la presencia de las mujeres y niños y, sobre todo, por el orgullo de trabajar para sí mismo y los suyos.
En su obra sobre la seducción, (De la séduction, Ed. Galilée, París, 1980), Jean Baudrillard dice que “los efectos restan dimensión al espacio real, y [que] es ahí [justamente] que reside su seducción”. Las imágenes presentadas en esta obra seducen pero también brindan otra cosa: una riqueza informativa.
Las diferentes fotos se sitúan en efecto en la encrucijada de varios caminos: el del documento etnográfico, de la semiología estética, del arte o del camino a la introspección. Cada imagen dispone así de un importante potencial que se puede sondear según las percepciones privilegiadas del viajero. El complejo problema de la identidad y la alteridad, el de la distancia en el espacio y la temporalidad, es planteado y replanteado sin cesar a través de las fotos. De cierta manera, la alteridad presentada en las fotos envía, a veces de manera brutal, a los propios horizontes psicológicos y sociales del viajero. La emoción, la dureza o la alegría de esta alteridad lo hace reflexionar tanto, que las nociones de distanciamiento y exotismo desaparecen, como también la del desfase temporal. La figura del Otro, que primero aparece como un extranjero aún más arcaico debido a su distancia física, se esfuma así para transformarse progresivamente, al filo de las imágenes, en la figura del Alter Ego. Capturada en una especie de movimiento reflexivo, la alteridad se convierte en el reflejo de sí mismo.
Otra dimensión de la obra es, por supuesto, su función estética. Además de su sentido, las imágenes nos permiten disfrutar y tal vez descubrir otras fuentes de inspiración. La puesta en escena o los efectos existen en sí y por sí mismos, agotándose en la magia del instante. La elección del blanco y negro, del enfoque, los juegos de sombra y luz, resaltan la belleza de los clichés y revelan el incontestable talento de su realizador.
Siguiendo el ejemplo de lo que escribe Claude-Lévi Straus a propósito de otra obra de fotos recientemente publicada (Indiens de Guyane. Wayana et Wayampi de la forêt, París, Autrement nº109, 1998), yo diría que Serge Vincenti alienta, a aquellos que quieren ver, a “redescubrir” rostros demasiado a menudo presentados como arcaicos y exóticos.
Charles-Edouard de Suremain
Socio-antropólogo al IRD Institut de recherche pour le développement
El límite de la fotografía es nuestro propio límite